Lo primero que hizo al llegar fue recomponer los pequeños pedacitos de recuerdos de aquel lugar que aún quedaban en su mente. Lo recordaba en blanco y negro, mucho más triste, pero, a la vez, mucho más romántico.
Solitarias imágenes parecidas a flashes se le iban y se le venían a la memoria: una calurosa tarde en la que esperaba, ilusionada, mientras imaginaba cómo habrían cambiado las caritas de sus primitos a los que no veía desde hacía casi un año; un día cualquiera, elegido al azar, en el que decidió ir a ese lugar, solamente para imaginar la historia de los pasajeros que llegaban o que se iban, en función del equipaje, de las personas que los esperaban o no, o, simplemente, de sus atuendos; aquel día en el que era ella la que portaba equipaje y en el que la emoción de viajar le había hecho pasar la noche anterior en vela, con la excusa de preparar la maleta, mientras escuchaba la música que expedía aquella pequeña y vieja radio y que, por momentos, le parecía premonitoria de lo que le esperaba por vivir que, según el momento, podía ser lo mejor o lo peor del mundo, aunque nunca era capaz de concretarlo; o aquella vez en la que había acudido con su hermana y dos amigos, en aquellos tiempos en los que el poco dinero del que disponía debía ser cuidadosamente administrado y prefería visitar aquel lugar a tomar algún refresco.
El trasiego de la gente que iba y venía, le hizo despertar y bajar de aquella envolvente y atemporal nube y, después de un tiempo, se hizo un silencio casi apuñalador, lleno de nostalgia y en el que, algún que otro viajero cuyo sueño disfrazaba la incomodidad de un banco, dormía plácidamente sentado o recostado sobre sus bolsos o maletas.
La ausencia de ruido y de transeúntes la hizo, de nuevo, buscar entre aquellos difuminados recuerdos en los que, casi todo, giraba en torno a ella, cuando aún creía en la felicidad.
Entre ellos, de vez en cuando, le venía la imagen de algunos rostros que le resultaban familiares, a veces lo eran tanto, que alguna lágrima incontrolada recorría sus mejillas. En otras ocasiones, las imágenes eran de lugares, paisajes y hasta de casas o habitáculos que no le eran del todo desconocidas, lo cual despertaba enormemente su curiosidad, incluso, intentaba buscar alguna conexión, pero le era tan difícil que terminaba por transformarse en un código imposible de descifrar y acababa alejándolo más aún de su pensamiento.
Pero hoy era un día especial, porque hoy esperaba al chico de ojos del color del mar, cuya sonrisa la había enamorado de pies a cabeza. En realidad, no le importaba de dónde venía, sólo sabía que hoy había acudido a aquel lugar tan emblemático para ella, por una razón que la hacía sentirse tremendamente ilusionada, a pesar de que su memoria la fustigara con imágenes que no era capaz de reconocer del todo y con rostros que la hacían sentirse triste sin poder encontrar una razón.
De pronto, oyó la voz de una señorita anunciando la llegada de su amor, aquel chico que había conquistado, aún no sabía cómo, porque el día que lo conoció lo creyó inalcanzable para una chica sencilla, que no destacaba en nada, o al menos eso era lo que ella pensaba.
No tardó más de cinco minutos en llegar aquella máquina, mientras su corazón palpitaba estrepitosamente, sin importarle nada más que el momento en el que se encontraría con él.
Una marabunta de gente se agolpó en las cercanías de aquel artefacto que, tras detenerse totalmente, comenzó a vomitar gente cargada de bolsos y equipaje y caras cansadas, aunque sonrientes.
Su mirada, encharcada en lágrimas, buscó incansable y anhelante aquellos ojos del color del mar y aquella sonrisa durante una decena de minutos sin encontrar nada; pero no perdía la ilusión por vivir el momento del ansiado encuentro.
Llegó un momento en que dejó de ver personas para ver sólo bultos que se interponían en su afanosa búsqueda y que, de pronto, le mostraron sus rostros grises y desdibujados que le hicieron volver a sentir aquella sensación de vivir rodeada de sombras que le impedían ver la luz.
En ese instante, comenzó a encontrar la razón de aquellas lágrimas al recordar aquellos rostros que le resultaban conocidos, eran: su padre, su madre y sus hermanos ya fallecidos… Entendió, también, la razón por la que los lugares, paisajes y habitáculos que aparecían en su mente le resultaban familiares: eran aquéllos donde había vivido cuando era una niña, hacía ya más de ochenta años.
Un destello de luz, todavía, quiso hacerla emerger de aquel universo de sombras, cuando vio los ojos de aquel muchacho, pero aquéllas consiguieron adueñarse, también, de sus ojos color de mar y su sonrisa, y recordó por unos instantes la dolorosa muerte de aquél cuando ambos contaban sólo con diecisiete años.
La estación de trenes, uno de sus lugares favoritos a lo largo de toda su vida y, en la última década, el único que la había hecho recordar, fue literalmente absorbida por el agujero negro de la desmemoria.
Su mirada, entonces, se tornó fría y opaca y volvió a perderse en las paredes impecablemente blancas de aquel triste hospital para personas sin historia, sin vida, a pesar de los latidos de su corazón, sin recuerdos, a la espera de que el insistente olvido le trajese, por fin, la eterna memoria.
Givés